Entre las piezas más admiradas de la textilería aymara se encuentran las hermosas frazadas y mantas de lana de alpaca o de oveja. Mientras que algunas sólo combinan colores naturales -como el blanco, el negro y variados matices de gris y café- otras incorporan vivas tonalidades de rosado, morado, rojo, ocre, verde, anaranjado y amarillo. Tradicionalmente estos colores se han obtenido gracias a tinturas naturales, cuyo uso se remonta a tiempos precolombinos y que da cuenta de un profundo conocimiento del entorno y la naturaleza, de la cual se obtienen los más variados tintes. Por otra parte, a cada etapa del proceso de tintura se encuentran asociados saberes tradicionales que han sido traspasados de generación en generación. Actualmente, se han incorporado los tintes artificiales, principalmente las anilinas, que algunas artesanas utilizan para complementar el abanico de colores o bien en reemplazo de las antiguas tinturas, cuyo uso ha disminuido drásticamente ante la escasez o restricciones impuestas sobre algunas especies, como es el caso de la queñoa y la cochinilla.
Una de las orgullosas portadoras del arte textil aymara es la artesana María Choque. María vive en una pequeña localidad ubicada en el altiplano de la Región de Tarapacá, en una zona donde la tradición aymara está muy viva: “Aquí la gente en un 99% son artesanos, ganaderos y agricultores” destaca orgullosa. No obstante, actualmente son pocos los que como ella se dedican a la artesanía: “... por lo difícil que es vender acá. Entonces no lo realizan, hacen cosas para ellos, confeccionan sus aguayos y sus ropas para ellos, pero todos saben tejer, saben hilar y hacen de todo”, explica.
Todos tienen sus animales y María no es excepción. Como muchos otros niños aymara, pastoreó desde pequeña los animales de su familia en las estrechas y fértiles quebradas y los verdes bofedales del altiplano: “Mi papá y mi abuelo emigraron un tiempo por falta de terrenos en Colchane y se fueron para el lado de Putre, que se llama Itiza. Allá crecimos para el lado de Tignamar... y ahí tuvimos harto ganado: llamas, alpacas, ovejas, cabras, así que fue nuestro fuerte”. Posteriormente, cuando se casó, la artesana se trasladó junto a sus animales al hogar de su marido. Actualmente, posee rebaños de llamas y alpacas que cuida durante todo el año: “Ellos pastan en lugares abiertos y después te vas trasladando de un lugar a otro lugar, buscando bofedal, pasto. Entonces tú te retiras un tiempo de un lugar, entonces ya ahí brota pasto, bofedal, entonces te trasladas y luego vuelves al mismo lugar…”
Nacida entre lanas
Para María la textilería forma parte de su vida y su cultura: “es un trabajo de equipo, de familia: siempre estaban las abuelas, estaba mi abuela y estaba mi mamá y ellas nos van transmitiendo el conocimiento” La artesana aprendió el oficio desde niña: “Nací entre las lanas… me acuerdo que a la edad de 6 años nosotros ya hilábamos y a los 8 años fue la primera confección de mi faja”. Entre risas, agrega: “En mi época no había juguetes acá…. Entonces ¿qué hacíamos nosotros mientras las mamás tejían aguayos y frazadas? De pedazos de lana hacíamos frazadas como para las muñecas, hacíamos ropa para las muñecas, así se fue empezando. Después ya cuando estás más grande las mamás también te exigen: ahora tienes que aprender a hilar o tienes que aprender a tejer, haz esto… entonces te van transmitiendo, es una exigencia de cada mamá.”
Profundo conocimiento de la naturaleza
Para sus diseños, María utiliza lanas teñidas con hierbas naturales que, según recalca, es lo tradicional: “Hoy en día seguimos tiñendo con plantas y vegetales de acá de la zona… lo que más usamos es la siput’ula y la umat’ula[1], la lamphaya[2], la queñoa[3] y el necatula”. Cada planta provee de un tono distinto: “El siput’ula, te da el color mostaza y todos los tonos amarillo; el umat’ula los tonos verdes, la lampaya es un color bien especial, es como ladrillo más oscurito, un ocre, esos tonos te dan... la queñoa los café” indica la artesana.
Hoy en día seguimos tiñendo con plantas y vegetales de acá de la zona… lo que más usamos es la siput’ula y la umat’ula, la lamphaya, la queñoa y el necatula. El siput’ula, te da el color mostaza y todos los tonos amarillo; el umat’ula los tonos verdes, la lampaya es un color bien especial, es como ladrillo más oscurito, un ocre, esos tonos te dan... la queñoa los café”
El uso de tintes naturales da cuenta de un profundo conocimiento de la flora altoandina y sus propiedades, razón por la cual la mayoría de estas especies tiene diversos usos en el mundo andino. La umat’ula, por ejemplo, es empleada con fines medicinales, así como también como combustible y forraje para los animales. La lamphaya, por su parte, es una especie muy valorada como medicina, en infusión o como mate, “para la vejiga, disentería, diarreas, dolores de hueso, de estómago”, entre otros[4].
La queñoa o keñoa (Polylepis tarapacana) con sus retorcidas ramas y verdes hojas es una de las especies más emblemáticas del altiplano: fue clave como material de construcción, principalmente para las techumbres. Debido a ello, la mayoría de las antiguas iglesias y casas poseen vigas de queñoa[5]. Como planta medicinal, sus hojas y corteza se emplean para preparar remedios para curar diversas enfermedades, como problemas cardíacos y afecciones pulmonares “reumatismo, diabetes, ‘mal de orines’, los dolores reumáticos y artríticos, la diarrea y la disentería”[6]. Su madera también fue fundamental como combustible. Sin embargo, la explotación indiscriminada de esta especie para abastecer la demanda de los centros mineros y urbanos en los siglos XIX y XX la llevó al borde de la desaparición “siendo catalogada como especie ‘vulnerable’”[7]. Actualmente su uso y extracción se encuentra penalizada por ley.
La cada vez más escasa cochinilla
Para la obtención de tonalidades rosadas y moradas se emplea la cochinilla de carmín (Dactylopius coccus). Este insecto es un parásito que vive en los tallos de los tunales en las zonas cálidas y fue ampliamente usado por las culturas precolombinas de Mesoamérica y Los Andes como tintura. Posteriormente, gozó de gran demanda “en la industria textil europea hasta el invento de las anilinas y otros colorantes sintéticos en la década de 1850”[8]. Sin embargo, hoy en día resulta cada vez más difícil acceder a ella, como menciona María: “Antiguamente había una señora de Copiapó que vendía, pero ya no recolecta por problemas fitosanitarios”. En efecto, en algunas zonas, la especie se convirtió en una plaga que afectó los cultivos de nopal, lo cual llevó a las autoridades del Servicio Agrícola y Ganadero a controlar, limitar e incluso prohibirla.
En convivencia con la Pachamama
Pese a que es cada vez más frecuente el uso de las tinturas industriales, la artesana prefiere las naturales, porque son más respetuosas y cuidan el medio ambiente: “La tintura de las hierbas y de la cochinilla es un elemento que no degrada, no degrada la lana, el medioambiente, no contaminas. En cambio, si utilizas la anilina, estás contaminando...” afirma.
La forma de pensar de María dice relación con la cosmovisión aymara, donde existe una estrecha relación con la naturaleza, “es algo de todos los días” destaca. “Si tus vas pastoreando, si vas a hacer algo, como por ejemplo, empezar la esquila, tienes que agradecer siempre a Dios y después a la Pachamama, al Tata Inti, a los mallkus… que vienen a ser los cerros que te protegen de todo…” sostiene. Es por ello, que antes de cortar una planta que se usará para la elaboración de las tinturas, siempre hay que pedirle permiso a la Pachamama: “porque ella es la que te da de todo, entonces no puedes llegar y arrancarle una planta o romper la tierra. Siempre tienes que pedirle permiso, decirle “voy a hacer eso” y que te perdone o disculpe por hacer eso, porque la Pachamama es un ser viviente, no está muerta...”
“Si tus vas pastoreando, si vas a hacer algo, como por ejemplo, empezar la esquila, tienes que agradecer siempre a Dios y después a la Pachamama, al Tata Inti, a los mallkus… porque ella es la que te da de todo, entonces no puedes llegar y arrancarle una planta o romper la tierra. Siempre tienes que pedirle permiso, decirle “voy a hacer eso” y que te perdone o disculpe por hacer eso, porque la Pachamama es un ser viviente, no está muerta...”
La alquimia de las tinturas vegetales
El primer paso en la elaboración de las tinturas es la recolección de las planta. “Hay temporadas de recolección, de mayo a agosto. Se usan las ramas y las hojas de las plantas. Se sacan cerca de 10 centímetros, más no”, indica María. Posteriormente, las ramas y hojas se secan en la sombra, después de lo cual se ya pueden utilizar.
La siguiente etapa es las preparación del tinte: “se usa 1 kilo de hierba para 10 kilos de lana. Entonces se remoja en la noche y al otro día se echa a hervir todo el día… Después se cuela y recién se saca el tinte para teñir la lana” detalla la artesana.
Antes de teñir la lana es necesario lavarla “porque la lanita tiene grasa del animal, entonces hay que desgrasarla con agua caliente y bicarbonato” explica María. Una vez que la lana está limpia y mojada recién se puede aplicar el tinte. “Dependiendo del color que tú quieres se remoja la lana, entre 10 minutos y 30 minutos es el máximo que se puede tener la lana en el agua caliente, en una temperatura de 60 a 70 grados” agrega. La tintura luego se fija con bicarbonato y finamente la lana se lava y se seca a la sombra.
El tejido habla por sí solo
María transmite un profundo amor su oficio: “me siento muy orgullosa de ser artesana. Tengo todos los conocimientos aymara de mi papá, de mi mamá, de mi abuelo, de mi abuela. Es algo ancestral de la zona, entonces la llevo y me llena mucho de orgullo”. Para la artesana resulta muy importante traspasar la tradición y los conocimientos a las nuevas generaciones: “Es difícil, pero hay algunas mamás que les enseñan, por ejemplo, yo a mi hija le traspaso lo que hicieron mis abuelas y mamá conmigo…”.
Para la artesana uno de los desafíos importantes es que se comprenda el trabajo que hay detrás de cada pieza: “Falta harto conocimiento de la gente de afuera para valorar la artesanía. Eso es difícil, hacer entender su valor, que tiene mucho trabajo… La pieza que se lleva es algo autóctono, es algo tradicional, es la cultura aymara. El tejido habla por sí solo, es una parte de nuestra cultura”.
*Este es el tercero de una serie de artículos e investigaciones dedicadas a los oficios tradicionales, obra de nuestra gran colaboradora Christine Gleisner @christine_gv
[1] La siput’ula (Parastrephia quadrangularis) y la umat’ula (Parastrephia lucida) son dos pequeños arbustos que crecen preferentemente sobre los 3650 msnm. La umat’ula o umatola, que literalmente significa “tola de agua”, brota en lugares húmedos como vegas y orillas de los ríos (Tomado de Carolina Villagrán, Marcela Romo & Victoria Castro “Etnobotánica del sur de Los Andes de la Primera Región de Chile: un enlace entre las culturas altiplánicas y las de quebradas altas del Loa superior” en Chungará, 35 (1), pp. 73-124
[2] La lamphaya o lampaya (Lampaya medicinalis) es un arbusto aromático de gruesas hojas ovales que se cubre de flores moradas.
[3] La queñoa o keñoa (Polylepis tarapacana) es un árbol de la familia de las rosáceas que crece en condiciones de vida extremas entre los 3.500 y los 4.500 metros sobre el nivel mar.
[4] Villagrán, op. cit.
[5] Gerencia de Medio Ambiente Compañía Minera Doña inés de Collahuasi SCM, Queñoa, árbol de las alturas, Santiago, Chile, p. 48
[6] Villagrán, op. cit.
[7] Gerencia de Medio Ambiente…, op.cit., p. 57
[8] Denisse Arnold, Elvira Espejo & Juan de Dios Yapita. Los términos textiles aymaras de la región Asanaque: vocabulario semántico según la cadena productiva. La Paz,Instituto de Lengua y Cultura Aymara, p. 63.